Arthur C. Clarke: la ficción científica

Arthur C. Clarke es uno de los autores de ciencia ficción que más he leído. Mucho más que otros autores consagrados dentro del género como, pongamos por caso, Bradbury. No sé bien por qué me pasa esto con Clarke; es más bien un autor de ficción científica, antes que de ciencia ficción. Su narrativa es bastante pobre. Pero hay algo muy interesante en él: las elaboraciones de su imaginación están atadas por completo al discurso científico. Clarke utiliza la ficción para desarrollar ideas (y fantasías) científicas.

El libro que más me gustó de Clarke fue Cánticos de la lejana Tierra. Es, de todos los que leí, el menos "cientificista". Transcurre en un futuro incierto pero claramente lejano, en un mundo distante habitado por colonias de seres humanos que llevan muchos siglos desarrollando una nueva sociedad. La cuestión del libro es, ante todo, filosófica, dado que en este nuevo mundo -un mundo desprovisto de sentimientos religiosos y de pasiones personales, regido por el discurso de la ciencia y las necesidades técnicas- las personas son implacables respecto de sus emociones: el sistema trabaja perfectamente y los individuos ejercen sobre si mismos un control que parece, sin duda, inhumano. La pregunta es si una humanidad semejante sería realmente humana.

Cita con Rama, más impactante quizás que 2001: Odisea espacial, describe paso a paso una misión de reconocimiento a un astro solitario que se ha aventurado velozmente al interior del Sistema Solar, proveniente de alguna desconocida región interestelar. Todos los hechos y personajes son en si una excusa para describir ese mundo que, de pronto, parece esconder secretos en su propia estructura que revelan la existencia de una superinteligencia extraterrestre. Cita con Rama es una de las mejores pinturas literarias del paisaje de un mundo extraterrestre que haya leído jamás.

En cambio, en la última obra que leí del autor de 2001: Odisea espacial, la cosa pasa por otro lado.

Lleva por título Las arenas de Marte y nos cuenta, a través de los sucesos que hacen al protagonista (un viejo autor de ciencia ficción enamorado de los viajes interplanetarios), cómo el ser humano podría elaborar un plan de colonización del planeta rojo. Pero en el desarrollo de este plan, en el que se exhiben teorías sobre el suelo, la atmósfera, los océanos de Marte, Clarke toma la desafortunada decisión de intentar acercar al lector a sus personajes, vinculándolos en historias burdamente forzadas. Por otro lado, la pura ficción imaginativa en relación a la vida marciana no encaja dentro del cuadro científico que propone. Si su idea fue emocionar con la historia de los protagonistas, no lo consigue. Si su intención fue entretener con la imagen constituida por los elementos de la fantasía, todavía menos. Finalmente queda por rescatar su propuesta para una colonización. Lamentablemente el elemento fantasioso en el que se basa su propuesta, acaba por destruirla también, porque a diferencia de sus otras obras, aquí las hipótesis científicas están cimentadas en la construcción fantasiosa.

Por ejemplo, gran parte de su propuesta se centra en que Marte puede transformarse en un planeta habitable a partir del cultivo de una planta en especial que crece en el planeta y que extrae oxígeno del suelo. Y que a través de un complicado proceso técnico ese oxígeno puede extraerse para alimentar el aire de los domos o cúpulas en que viven los colonos. ¿Por qué eligió un elemento tan irreal para armar el argumento? Bueno, no lo sé. Quizás se tratara antes bien de una apuesta: Las arenas de Marte fue escrito en 1951. Tal vez, con el diario del día después resulte sencillo que un lector cualquiera desacredite semejante idea. Quiero decir: ya sabemos que no existe nada parecido en Marte como para desarrollar un plan como ese. No hay plantas de aire. Esto prueba, finalmente, lo que siempre se dice: la ficción científica muere con el paso de las décadas, con cada avance tecnológico, con cada descubrimiento científico. Es gracioso que al comienzo del libro, incluso, Clarke menciona este detalle, tal vez anticipándose al propio fracaso de su argumento.

Me quedo únicamente con un hermoso relato de una caminata espacial a miles de millones de kilómetros de la Tierra, en la que el protagonista permanece suspendido en el vacío contemplando el universo inenarrable que le rodea. Por suerte, no fue inenarrable para Clarke, que al menos en ese pasaje logra un considerable vuelo poético que transmite una profunda emoción.


Es verdad que quizás Clarke no es un gran escritor, en tanto sus recursos narrativos son escasos y débiles. Creo que el mérito en sus obras está más bien en despertar un interés galopante en torno a ideas principalmente científicas, montadas sobre un escenario de imaginación que acaba por fundirse en ese primer interés. El resultado es extraño: lo imposible se vuelve posible, y exige del lector esa tarea de dejarse arrastrar a un mundo nuevo, aunque no desconocido.


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